Blogia
Letras del mundo

Narraciones

Carlos Morán (Santa Fe/Argentina)

Carlos Morán (Santa Fe/Argentina) El más vivo de todos

El más vivo de todos es el Rauli que ayer se cayó a las casas con un pollo entero. El abuelo ni lo dejó respirar porque ya estaba arrancando las maderas de la ventana y preparaba el juego y después de sacarle las partes podridas lo puso al juego y le tiró vinito del tetra y quedó tan rico que era para bailar.
La Laucha dijo que era una porquería, que todo era una porquería y se puso a llorar, pero a la Laucha ni hay que llevarle al apunte porque para ella no alcanza ni el castillo de Alibabá, así que mejor salir por el aujero del fondo y buscar, aunque cada vez hay menos de menos y ni te alcanza ni para esto.
El problema verdadero es el frío, la mama se abriga y se abriga pero no hay manera, porque el techo está todo con aujeros y te entra un chiflete que te agarra hasta el corazón y se te paspan los labios y no se puede ni decir ni una palabra porque en seguida te viene el dolor de garganta.
Más problema hay cuando vuelve la lluvia que te moja todo y ni te podés defender porque cae por los aujeros del techo que el abuelo ni sabe arreglar ni el hombre que anda con la mama ni nadie y a mí tampoco porque ni sé por dónde empezar. Así que hay que meterse en los rincones y aguantarse. Uno, acá, tiene que aguantarse.
Por ai se cae un cacho de la pared y hay que correrse rápido para otro lado porque si no ni te salvás del chiflete, pero en el otro lado está el abuelo o está la Laucha o está el hombre que lo único que sabe es chuparse con el treta y te da una con esa mano grande que tiene que ni te deja un hueso sano pero suerte que soy flaco y rápido y no me puede alcanzar.
El agua sigue al lado mismo de las casas y tiene un olor a repodrido que no hay quien se la aguante pero la mama dice que más mejor no podemos estar y que tenemos que dar graciaadió que encontramos las casas cuando ni sabíamos ni para dónde ir.
Porque el agua llegó de pronto al barrio y vino con el frío y vino con el chiflete y nos rompió la pieza y nos dejó con el culo al aire y don Juan no apareció más y nadie supo y nadie sabía nada en el barrio que era un puro griterío con los ladridos de los perros y los caballos que se ponían como locos y uno que andaba con los nervios de punta porque no había ni un lugar donde esconderse.
En las casas somos como mil y hay que andar con cuidado porque se viene cada uno oloroso y con faca en la cintura y vino el Gurí que trajo el revólver y cuando se ponen con el treta se ponen como loco y mejor rajarse por el fondo y irse lejos, a ver si pescamo una mojarra o un sábalo o un bagre pero ni eso, el otro día saqué una zapatilla toda rota y después un tarro y lo único que pasan son la caja del tetra vacía, do botella y las bolsitas de plástico.
El problema es el tetra y el otro problema son la pastilla porque cuando se ponen con esas se ponen todos locos y lo mejor es irse un poco lejos pero no hay lugar porque siempre está lloviendo y te pasan cerca los coso de Prefetura y te miran como si te quisieran bajar de un hondazo y hay que hacerse el tonto y hacer como que no esisten. Yo pesco, siempre ando con el ril y la caña y trato de sacar algo pero el agua se pudrió y los pescados salen todos muertos y podridos y lo que saco es una zapatilla rota y una botella de la cocacola.
Los de Prefetura te tienen podrido porque ni hay una que los conforme. Vienen, miran, revuelven que te dejan las casas que es una porquería y después se van sin decir la menor palabra como dice la mama que cuando los ve vení dice otraveotraveotravé y se manda mudá a los fondos de donde vuelve cuando ya es de noche y hay que guardarse porque llegan lo tiro y cuando llegan lo tiro no te perdonan ni así.
Decí que el hombre tiene una mano grande como un ropero y anda calzado y mejor ni te le acerqué porque te baja de la manopla que te da, pero lo negro quieren sacarte todo, hasta la botella vacía de la cocacola. Y se la quieren llevar a la Laucha. El hombre dijo que sí y le pidió al Gurí como tre treta y la puta que lo parió de plata pero la mama dijo que no y se puso mala y lo sacó a los sillazos y nosotros la ayudamos con las piedras. Pero de seguro que van a volver porque cuando hay hambre de mujer no hay quien te los pare, como dice el abuelo.
Lo que tenemo es hambre de comida, cuando viene el camión de los soldado todo está bien porque ellos te dan la polenta y el arró y lo fideos, pero cuando no vienen porque se rompió el puente y hay un barro asqueroso que es todo un chiquero el hambre te empieza a apretá y a apretá y la panza te hace unos chiflidos y el dolor de la panza ni con el agua ni con el mate se te va, qué se te va ir.
El abuelo necesita la indición, pero ni uno quiere venir para las casas para ponérsela, así que el abuelo anda medio que se cae y medio que se tira en las cubijas y no habla con nadie y a vece da miedo porque parece que se murió nomá.
Tiene que tomá cosas caliente, dice la mama pero no hay de dónde, y ella dice que lo va a perder y entonces no aguanto más y me voy al fondo y salgo de la casa y tiro el ril a ve si sale algo y no sale ni mierda ni la botella de la cocacola nada porque lo único que hay acá es el barro y el plástico y la lluvia finita que se mete por toda parte, que no te deja ni cuando andas dispierto ni cuando te dormí.
A lo negro lo que no se le pasa es el hambre de la Laucha, así que vuelven, la relojean, la siguen, le dicen barbaridá y la mama se pone bizca de la rabia que le da y le dice al hombre que lo saque a lo negro y al Gurí y el hombre no tiene gana, a él lo que le importa es la plata, aquí en las casas no hay ni un guita, grita el hombre, y ésta come por mil, y la señala a la Laucha que se viene conmigo y se sienta y ni quiere hablar con nadie porque lo que quiere es encontrar al Marcial y al Marcial ni se lo vio más desde que vino el agua.
La Laucha viene y me dice que tiene un miedo que se caga toda, porque el hombre la quiso vendé por poca guita nomá y que la mama apenas que si se enteró y que si no se entera ya estaría con el Gurí que es más pior que las arañas y capá que la lleva a Buenosaire y ni la vemo más.
El hambre es como un aujero en la panza que ni te deja respirá y la mama se queja y el abuelo parece muerto tirado entre las cubija y la Laucha llora porque el Marcial ni aparece y vinieron el Gurí con lo negro para hablá con el hombre y mandarse mudá con la Laucha y hasta a la mama parece que le está dando lo mismo así que la Laucha viene y me pide que la ayude.
¿Y de qué la voy a ayudar si con lo flaco que soy me hacen pomada con que me miren no más? Así que me voy a pescar y la primera vez que voy y saco un pescado flaquito que me lo como crudo, así como está y aunque me clave las ejpinas me siento mejo y si ella no quiere ir con el Gurí que no vaya que para eso ella decide así que mejor que se lo busque al Marcial y que se vaya porque en las casas ya ni se puede vivir como dice la mama.
El que la tiene que ayudá es el Rauli porque es el más vivo de todos pero el Rauli se mandó mudá porque dijo que en las casas ni se puede estar y si vienen lo negro te machucan todo y no te van a dejar sano ni el cerebelo, así que se fue y si te he visto no me acuerdo como dice la mama y la Laucha tiene más miedo todavía.
Qué la voy a ayudá, mejor vuelvo a ver si saco la mojarrita, si saco el bagre, si saco el sábalo si saco mucho sábalo podemo comer como lo reye como decía el abuelo que ni se levanta más y la mama dice que si tuviera la indición seguro que se sana pero lo de Prefetura te miran con un odio que te achuran todo y después se van y si te he visto no me acuerdo, así que se va a morir y la Laucha llora más porque esa te llora hasta cuando cae la lluvia así que ahora te llora todo el tiempo y en las casas hay miedo porque si no para seguro que el agua se viene y nos lleva como hizo con el barrio que ahora no está por ningún lado y hay agua y nada más.
El abuelo tiene un ronquido feo, el hombre se pone loco y toma más y me manda un mamporro que suerte que soy flaco y puedo correr que si no me come todos los huesos, la mira a la Laucha y dice está noche te me va con el Gurí y la mama llora y ya no habla más.
La única luz que llega viene de la calle porque en las casas ni velas tenemo. La mama le pone la compresa al abuelo y le quiere dar un mate cocido pero el abuelo lo gomita así que se vuelve un enchastre y ronca más y el hombre se pone loco y me larga un mamporro que me pega en la cabeza porque no me agaché a tiempo y quedo medio boludo mientras lo negro se me cagan de la risa.
Después me pongo en un rincón y me limpio lo moco y ni en pedo voy a llorá, lo único que quiero es un chumbo para darle en la cabeza al hombre y a la negrada boluda que la miran a la Laucha y el Gurí que se la quiere llevá pero ella lo quiere al Marcial que desde que vino el agua ni se vio y no volvió nunca más.
La Laucha viene y me dice ayudame que me va a llevá esta noche el Gurí.
Pero en la noche y en lo oscuro el abuelo deja de roncá y la mama lo sacude y lo vuelve a sacudí y también lo sacudo yo y lo sacude el hombre pero el abuelo no responde y lo que pasa es que se murió.
La mama se descompuso y le dijimos que se acostara un poco que cuando vinieran los de la Prefetura le vamos a decir que se murió el abuelo para que se lo lleven. Al hombre no le interesa esa cosa y se pone a tomá del treta con el Gurí que vino a llevarse a la Laucha y ya está, y ella me agarra el brazo y se pone a temblá y yo siento lo moco que mojan toda la cara y digo que el Rauli tendría que estar ahora y también el Marcial pero no hay ni en las casas ni en ningún lugar.
La mama no puede más y llora y yo le digo acuéstese mama y los otros, lo negro, el Gurí, el hombre, andan en pedo no más y yo le digo duérmase que yo me quedo dispierto y la mama se envuelve en las cubijas y se pone a roncar y me apuro y le digo a la Laucha andate patrás y ni respirés.
Los coso de la Prefetura me miran como se mira a un moco, a un poquito de mierda, pero a mí ni me importa y les digo que se murió el abuelo y que lo vayan a buscar. Hay un frío de mierda y me tiemblan los güesos pero todavía hay que volver a las casas y va a ser lo mejor que lo negro y el Gurí y el hombre se empeden porque si me abarajan de un mamporro seguro que me matan.
Es más pesau que las piedras el abuelo, ayudame, le tengo que pedir a la Laucha, ni hablé ni grité ni que te escuchen. Suerte que en lo oscuro no se ve ni lo que se respira. Tiramos, tiramos, salimos por el aujero del fondo, ni hablé, le digo a la Laucha hablando bajito, no doy más pero hay que seguir hasta el agua que está ahí no más. Y entonces llegamo. Y entonces lo tiramo. Chau abuelo digo al ruido que se hunde.
Después voy y le digo a la Laucha que se ponga en las cubijas del abuelo y ella que no, que no quiere, pero cuando estoy por chirliarla escucha la carcajada del Gurí y deja de protestar y se escuende y se tapa toda sin que yo le diga nada más.
Después vienen los de la Prefetura y piden por el cuerpo del abuelo y que quién les avisó dice el hombre pero ellos no dicen nada y yo me escuendo y la mama llora cuando uno agarra de una punta la cubija y el otro la agarra de la otra y de un golpe seco la ponen al fondo del camión y se van.
Pior que a un perro, llora la mama y yo me quedo afuera mirando cómo se va la luz chiquita del camión hasta que no la veo más.
No bien afloje la lluvia y salga otra vez el sol me voy a ir a pescar. A lo mejor saco un bagre entero y se lo llevo a la mama y lo comemo y lo regamo con vinito y lo ponemo a bailar.

Eric Curthés (Francia)

Eric Curthés (Francia) El libro [1]

Iker Boutin, desde sus primeros años, todas las noches se dormía recitando un libro. ¿Qué libro? No lo sabía, el hecho es que en este momento preciso que precede al adormecimiento, las páginas y las líneas y los miles de caracteres chiquitos empezaban a desfilar por su cabeza, sin que pudiera intervenir lo mínimo en esa verbosidad infernal. A veces conllevaba unas consecuencias fastidiosas en su comportamiento, andaba de lo más distraído, hasta se pasó un día entero de invierno en el colegio llevando charentesas[2]…
Conviene decir que a la mar de escritos desfilando ante sus ojos, era preciso añadir unas pesadillas recurrentes que atormentaron su infancia, impidiéndole que la gozara plenamente y dándole al mismo tiempo una conciencia precoz del miedo…
La casona era antigua, en el número ocho de la calle Louis Barthou, a un paso de la calle Pierre Loti, en un villorrio insular de la Costa Atlántica, que todos reconocerán….Le parecía a uno que la habitaban un aluvión de demonios cuando la tormenta se apoderaba de la casa, Ellos solían visitarlo y despertarlo sobresaltado, como si se encontrara en el clímax del libro que lo atormentaba en lo más íntimo…
Por ello le causó un inmenso pavor a su profesora de francés, la Señora Hourin, en efecto, en segundo año de secundaria, cuando ella les pidió a todos los alumnos que contaran un sueño, él le redactó como doce páginas, con persecuciones por túneles, cloacas, personajes realmente de terror, sacados de sus sueños, que impactaron muy feo en la dama, solterona-litero- clitorido- endurecida de 39 años y de las que se afilian a clubes de treintañales incasables, hasta el final de su vida.
Iker era pues un niño habitado por quimeras, en la familia le sugirieron que sus antepasados eran descendientes de corsarios españoles, los cuales en realidad formaban parte de los visitadores de la calle Louis Barthou, como los Vauzelle que vivieron en esta misma casa, unos cien años antes, y como otros monstruos imposibles de identificar, a excepción de una Virgen Blanca, que acostumbraba levitar por su habitación, bañada de luz e irradiando la Bondad…
Pero volvamos al tema de su libro, el que lo proyectaba en verdad a esos abismos de donde sólo un grito te saca, sólo el Miedo llevado a sus paroxismos y tu corazón que late, late como para romperse, una infancia que rima con muerte, una infancia que Iker arrastra como una maldición, que hace que parezca cansado al día siguiente en la escuela, como ausente, en este sentido, la geometría siempre tuvo para él, el sabor de un viaje que nunca más podría emprender…
Pero en conjunto y pese a sus lagunas en matemáticas, el niño obtenía resultados correctos en suma, sus padres desde luego estaban zozobrados por tantas pesadillas seguidas, que les quitaban el sueño a todos, mas lo achacaban a los “defectos” como decían del viejo y pesado caserón de piedras, inclinado como nave austera, encallada en la costa baja, habitada por aufragadotes extremos que desde ese lugar, en la habitación de la planta baja de la calle Louis Barthou, tiraban los muertos al agua…
Por lo demás, en la isla proliferaban los descendientes, no tan lejanos, de los aufragadotes. Los pobladores de La Rémigeasse, un puertito de la costa oeste, o los de Chaucre, al noroeste, parecían levantarse por la mañana para comer carne humana. Las familias Crochet o Coquet ilustraban perfectamente el difícil paso de la libertad del asalto a un barco embarrancado[3] a lo aburrido de la pesca de cabotaje, que no alcanzaba para nada…
Pues Iker se pasaba las noches peleando con fantasmas de aufragadotes o náufragos, almas vagabundas que habitaban la isla por las noches y le quitaban el sueño. Acaso, ¿eran las historias que escuchaba antes de dormir, relatos de agonías y arrepentimientos[4], que no habían tenido tiempo de escribir, ficciones que iban recorriendo sus noches y las de otros niños soñadores? Porque, ¿quién podría afirmar que era realmente el único en tener tales pesadillas?
En cuanto a los días en el colegio o en la calle, con su hermano Carlus, se los pasaba repitiendo las peleas y fechorías de los bucaneros alados que poblaban sus noches. No pasaba un solo día sin un reto, sin un encuentro con las pandillas rivales, y a veces, no les sobraban las fuerzas para volver más o menos ilesos a casa, en efecto, los derechos de varec de los retoños de los raqueros, se habían transmitido de generación en generación, en la isla de los Ladrones[5]…
El miedo, lo experimentó una noche de tormenta, cuando tuvo que remontar solito, al anochecer, el interminable callejón des Jaulins, y que el viento del noroeste parecía dar bofetones a todo lo que encontraba a su paso. La isla de los Ladrones, presa de las oleadas, vacilaba en sus sísmicas fundaciones, Iker tenía que caminar solito hasta Rulong, a un kilómetro de la casa, por un callejón espantoso. Parecía un títere, con su lechera, y aquella noche, creyó volar. Caminando de vuelta, con el miedo y el viento encima, Iker se puso a volar literalmente, y tuvo la sensación de alcanzar la calle Louis Barthou, sin pisar una sola vez el suelo, un poco como en aquellos sueños de prepotencia, en que algo nos lleva consigo, en una alfombra voladora, o en un pasillo rodante, en este caso…
Y además estaba ese maldito libro que iba dando vueltas por su cabeza. Seguía allí todas las noches, se entreveía como en esos sueños que uno alcanza a ver justo al final, antes de despertar. Veía con claridad las páginas, los caracteres, no obstante no entendía nada de esas galimatías, esa cencerrada de palabras que iban desfilando con una velocidad alucinante ante sus ojos medio cerrados. Por supuesto, nunca habló del tema con nadie, sólo sus compañeros de dormitorio del internado de Rochefort, se enteraron de que todo lo que se le decía durante el día, lo impregnaba por la noche para surgir en sueños, en conflictos, y hasta en voces en latín, que, aunque suene extraño, él nunca lo había estudiado…
Eran esos síntomas las únicas manifestaciones visibles o más bien audibles de su Libro, Iker, ya hecho un adulto, ansiaba saber algo más al respecto. Cursó psicología para procurar circunscribir el problema, pero sólo lo llevaron a callejones sin salida, a casos de escuela que no tenían nada que ver con su estatuto de Hombre-Libro, de hombre habitado por un libro, que no logra descifrar y que lo transporta todas las noches hacia los sueños…
A duras penas se volvió profesor en un colegio de los suburbios. Este libro-rollo que iba desfilando ante sus ojos nunca lo dejaba en paz. Obsesionado, su grabador íntimo se llenaba de las peores endofasias. Su loquele tenía toda la traza de un caso de esquizofrenia, y seguía durmiéndose todas las noches, con este libro indescifrable, los especialistas del sueño que lo atendían no le brindaban soluciones concretas. ¿Qué significaba pues ese pre-sueño en forma de rollo que lo catapultaba en los brazos de Morfeo?
Empezó a examinar con suma atención los conocimientos cosmogónicos de los amerindios. Descubrió que numerosas etnias usaban captadores de sueños en forma de triángulo, constituidos por ramitas de mimbre, plumas y hierbas. Supo que el indio medita y masculla sus oraciones, se adueña de sus captadores y los coloca encima de su lecho, para filtrar los malos sueños…
A Iker le bastaron aquellas imágenes para ponerse a imitar estas prácticas rituales, para las cuales sólo una larga preparación y una fuerte auto convicción, permiten dar algunos resultados. Además, no se trataba de bloquear pesadillas, esas se volvieron cada día más esporádicas, sino descifrar un introductor libresco del sueño, cuya realidad se le escapaba. Por desgracia, por más que multiplicara los triángulos tejidos con paciencia colgados de los cuatro vértices de su habitación, ni un Algonquino habría reconocido en eso un captador de sueños…
Por lo tanto se orientó hacia la informática diciéndose que podría crear un logicial sacado del saber ancestral de los Algonquinos. Colocó decenas de captadores chiquitos en forma de triángulo en las sienes y en la cabeza, conectados con su computadora, manteniendo al mismo tiempo el decorado anterior. Todas las noches se acostaba esperando que el Libro aparezca por fin en la pantalla. Eso le tenía la mente tan ocupada que un día se olvidó el cartapacio en la veranda de su apartamento, todo el día tuvo que improvisar sus clases, y se arrepintió muchísimo con tratar de inventar esa maldita máquina…
Al día siguiente tiraba el mismo cartapacio en el contenedor de su edificio y recorrió más de un kilómetro hasta el centro de la ciudad con una bolsa de basura, menos mal que no pudo alcanzar el recinto del colegio suyo, donde sin duda sus alumnos lo habrían llevado en hombros…
Iker estaba enfermo por esas experiencias que le impedían gozar plenamente la vida, ni se atrevía a dirigirse a las mujeres, y menos a sus colegas, de tanto miedo que le daba que descubrieran su secreto, se quedaba solito con ese libro, que lo habitaba y ahora esa máquina de mierda que sólo daba para unos garrapatos ininteligibles en la pantalla…
Le fueron necesarios como diez años para que alcanzara su meta. De a poco, los microprocesadores grabaron esos extraños datos, y empezaron a desfilar palabras en la máquina. Al comienzo eran sólo eso: palabras sueltas. Pero el sistema fue mejorando y pudo, al fin, leer algo concreto…
Iker llegó a leer por fin, cada mañana al despertar, la reseña íntegra de ese introductor del sueño que lo ponía tan distraído y medio loco. No le extrañó en demasía encontrar ahí las lenguas más extrañas, algonquino desde luego pero también fino y dene-caucásico…
Emprendió pues la labor de traducir todos aquellos textos que se le antojaban notables, encallados en la noche de los tiempos. Para su mayor sorpresa comprobó que se trataba de poemas que él había escrito, en su lengua desde luego. A esta altura del relato, falta mostrarle, al lector impaciente, unos pasajes del Libro descifrado.

El origen colorado
de la vagina universal
de los moscovitas embriagados
de los amerindios masacrados
del liberalismo consagrado
de las palabras chasqueadas
como latigazos
de las palabras cantadas
en voz alta
que suenan en la garganta
y luego en la nariz
Palabras propulsadas
por la boca
quienes en mi hoja
se acuestan…
Pregúntale al polvo
cuáles son sus secretos
briznas de Escritura
perdidas en el viento…

[ ]Gracias diez mil a Carolina Orlando por sus pertinentes lecturas y correcciones
[2]Zapatillas de paño de interior, pantuflas…
[3]No existe en español un término para designar los « aufragadotes »: naufrageurs en francés, quienes por las noches de tormenta prendían fuegos en las dunas de la isla de Olerón y de otras costas, para desviar los barcos de su rumbo y asaltarlos de noche…
[4]Cuentan que una noche una mujer degolló a su propio hijo naufragado, a la mañana siguiente se enteró al echar el cuerpo al agua y se pasó el resto de su vida lamentándose en la misma playa, llamada desde entonces: “La playa de la arrepentida”. En el libro mío del cual saco esta novela corta, Le livre et autres délivres, París, Société des Ecrivains, marzo de 2006, una pieza hace eco al relato que están leyendo, se titula “La playa de los lamentos”…
[5]Una de las etimologías posibles en francés de Oléron: l’île aux larrons, la mayor isla de Francia, -excluyendo Córcega-, en Charente Marítimo, al norte de Burdeos y al sur de La Rochela, donde pasé los mejores años de mi vida…

Patricia Suárez - Argentina

Patricia Suárez - Argentina BLAV (Azulada)

El corazón, si pudiese pensar, se pararía.
Fernando Pessoa

Rosa le avisó que el Viejo había muerto; cuando lo encontraron estaba tirado de bruces junto al hornillo, se había roto la crisma quién sabe cuánto tiempo atrás, explicó, una semana o quince días tal vez, ahora había un médico forense encargado de averiguar eso, más por amor a la ciencia que por el Viejo; a ella la habían llamado del pueblo e inmediatamente el bebé de ocho meses en su barriga se revolvió y dio una vuelta completa y ella tuvo que apoyarse contra la pared para oír la noticia por entero y no caerse de espaldas. La casa estaba sellada, le dijeron, nadie había tocado nada del interior, y Rosa se había comprometido a telefonear a sus hermanos, a ella (Llúcia), y al Oso (llamó a Eladi "el Oso" como cuando eran niñas); pero eran ellas dos, la conminó, las mujeres, las que debían marchar a la casa inmediatamente, e inmediatamente significaba, sobre todo, antes de enterar a Eladi (dado que era de una mezquindad proverbial y nada repartiría con ellas), y rebuscar la hucha o la bolsa adonde el Viejo venía metiendo los ahorros más o menos desde que enviudó o bien desde que el mundo era mundo, las pesetas o el oro debían estar entre los enseres y en lo que pudiera haber de hueco en las paredes, porque el Viejo era muy capaz de haberlo tapiado, nada más que para dejarlos a ellos tres rabiando y echando espuma por la boca: nunca los había querido.
Ante su silencio Rosa acabó por preguntarle: ¿Qué? ¿Te condueles?, y luego: ¿Qué, Llúcia? ¿Te alegras?
Cogieron el autocar de las ocho, las campanas del Ayuntamiento estaban sonando cuando subieron: con un poco de suerte para el camino llegarían a Barcelona pasada la medianoche y luego rentarían un coche para llegarse hasta Sant Celoni o directamente hasta Arbúcies. Si mal no recordaba Rosa, había en el pueblo dos hostales: uno muy bonito, y el otro para pasajeros como ellas, de una sola noche y por una sola cosa: podrían dormir allí muy tranquilamente. Rosa prefirió el asiento del lado de la ventanilla, para ver paisaje y distraerse, pero luego se arrepintió y lo cambió a su hermana; el niño, explicó, la tenía a mal traer y había estado enferma todo el embarazo: sólo por acabar con las indisposiciones habría deseado ella parir de una buena vez, lástima que tuviera tanto miedo del parto. Llegada la víspera del parto, daría las nueve vueltas en torno a la Virgen de la Cadira, tal como se estilaba y como, según ella sabía, las había dado la madre. Afuera, el sol se había metido hacía apenas una media hora, y ambas hermanas lamentaron entonces que no podrían ver la transición que hacía el paisaje: la brillantez de Valencia, extendiéndose quizá hasta el Ebro o hasta Peñíscola, y luego el verde, ese verde que ambas denominaban catalán. Entonces vendrían los chopos agrupados como milicianos dirigiéndose a una juerga, o como bandidos enfilados para asaltar el Banco, uno tras otro, uno tras otro, sin pausa ni cuento... Rosa la interrumpió y dijo, sin dejar de masajearse la barriga en redondo en el sentido contrario a las agujas del reloj, para que si el bebé era niño se arrepintiera y naciera niña: estaban las piedras también, ¿recuerdas las piedras, Llúcia? Fuera, habían salido cuatro estrellas, como cuatro velas, y titilaban. El anillo de bodas de nuestra madre y su dije de esmeralda y la cadena...
El Viejo adornó a la madre con la esmeralda el día de la boda; la madre tenía un cuello muy largo y blanco, de garza, y la piedra colgaba en el inicio entre los dos pechos y se balanceaba allí, le hacía tomar a la madre un poco el aire de un reloj de péndulo que bate la hora, balanceándose siempre entre dos causas: la soledad o la compañía y el Viejo o los hijos. El anillo se lo colocó el Viejo en el servicio religioso: los dedos de la madre eran delicados y muy finos: se le habían estrechado así, decía ella, de tanto bordar con bolillo. Dentro del anillo había una inscripción con sus nombres ligados: Ambrós y Socors, la letra ese del final del nombre del Viejo era la misma que daba inicio al nombre de la madre; a ella, a Llúcia, este escrito le pareció casi una aberración. Rosa, en cambio, chupó y mordió el anillo, que le supo a oro y dijo por lo bajo que no era capaz de creer que ese Viejo ridículo y mezquino fuera a regalar algo costoso y bueno. Los hijos mayores no le perdonaban a la madre su deseo de volver a casarse: aun estaba caliente el padre en su tumba, tanto que parecía que lo habían enterrado vivo, decía Rosa no sin cierta afición por lo macabro. No soportaban tampoco la mudanza, pasar de Mataró a la casa en las lindes de Arbúcies era para ellos como beber un vino hecho con alacranes exprimidos. El Viejo había regalado para la boda también a la madre unos zapatos de ante (aunque ella clamaba feliz que era como calzar pétalos de rosa), con hebillas doradas, cuyos tacones crujían al andar y daban la sensación de que ella caminaba de un lado a otro aplastando serpientes y demás alimañas. Las mataba, por así decir, y luego se las servía en un caldo a los hijos. El Viejo explicaba que si no fuera por la clase de besos insensatos que la madre le daba, no hubiera sido necesario hacer el viaje de novios en los vagones-dormitorio y gastar tanto dinero, y Eladi para sus adentros deseaba que le tocara al Viejo la litera superior, así, al revolverse en el sueño caía y se partía el pescuezo: no sospechaba el inocente Eladi que la madre y el Viejo podrían dormirse abrazados toda la noche, esta clase de cosas sólo comenzó a pasar por su mente cuando los compañeros del colegio pintaban dibujos obscenos en las paredes, de mujeres con las piernas muy abiertas y un cartel encima de mayúsculas mal entrazadas: "la viuda Parrufat mil veces casada", "la viuda alegre" o bien "la madre de Eladi Parrufat". Cuando regresaron del viaje de novios, la madre trajo en recuerdo unos cuantos presentes para todos, presentes que fueron inmediatamente a parar a la letrina, como signo de desprecio. El Viejo llamó aparte a Llúcia esa vez, era de noche y le entregó un regalo que había comprado, así dijo, especialmente pensando en ella: un abanico de encaje negro para uso de niñas como ella, de siete años. Estaban bajo los chopos, y ella miraba hacia el lado donde el día anterior había visto andar a unas perdices y de las que esperaba hacerse amiga, mientras el Viejo la miraba clavando en ella sus ojos de duende, un poco verdes y un poco amarillentos. Ella agradeció en silencio -ella un poco lo temía- y él mostró cómo en la varilla de ébano había hecho grabar su nombre y el del Viejo unidos ambos por la letra a; luego el Viejo le pidió que se abanicara, como haría una muchacha grande, muy maja, de esas que se enredan el cabello en una sola trenza larga, muy larga y muy negra. Los días en la casa se trasuntaban en cuidar de las ovejas, de la cerda y en vigilar unos modestos viñedos que al cabo de un tiempo se empestaron de mildiu y hubo que ponerles fuego. El Viejo había tratado por todos los medios que los niños no se encariñaran con los animales, pero el Eladi le había tomado afecto a los cochinillos y cuando llegó el veraz momento de venderlos o degollarlos la casa se volvió una guerra constante. El niño enflaquecía a ojos vista, y se deshacía en sollozos durante la noche; la madre envuelta en una bata de falsa seda acudía al cuarto para consolarlo y para preguntarle por qué se obstinaba en malograrle el matrimonio y le quitaba a sus noches el sueño; a lo que Eladi -ya entonces tan crecido a pesar de sus diez años que habían comenzado a llamarlo el Oso- le respondió que era ella la que le quitaba el sueño al hijo, con todos los ruidos y las indecencias que ocurrían durante la noche en el cuarto con el Viejo, que parecía que la estuvieran matando. La madre, con pesadumbre o sin ella, con vergüenza o sin ella, envió al niño a un internado en Madrid, a un colegio de curas comprensivos que aconsejó y pagó el Viejo, dado que la madre había abandonado toda religión desde la muerte de su primer marido, y quizá por eso se había venido un poco como una diablesa. El Oso volvía entonces a la casa una vez por año, para las Navidades, ceniciento y ahusado, como consumido por un solo pensamiento o alimentado exclusivamente con madroños; renegaba del catalán y ya no hablaba una sola palabra en la lengua materna, igual que si hubiera sufrido una operación en algún lóbulo del cerebro; durante la cena de Nochebuena jamás probaba sidra ni vino, como si hubiera sido un hombre santo, luego se marchaba sin decir adiós (adeu) y ni siquiera para las vacaciones daba señales de su existencia, sino que pasaba los julios en la finca que un señorito rico tenía en el sur, un muchachito sevillano con quien había entrado en amistades. Hubo que obligar al Oso a asistir al entierro de la madre, cuando ella falleció cuatro años después, fregando los retoños de una nueva viña con un fermento y le falló el corazón. Compró el Viejo ropas negras para luto riguroso de las niñas (los vestidos, los zapatos, la chaqueta, las medias, las enaguas y los visos), de modo que en los veranos siguientes las niñas tenían prácticamente la piel entintada de tanto vestir ropa negra. Él mismo usó brazalete de duelo el resto de sus días, a tal punto que parecía formar parte ya de su propio cuerpo, un miembro más o una señal, como la mancha en forma de haba que tenía en la mejilla derecha o la cicatriz que le atravesaba la muñeca izquierda y que era para Llúcia el signo de un misterio, de una oscuridad en el lejano pasado del Viejo. Él enterró a la madre con sus joyas, o al menos eso anunció que haría y así la velaron, la madre engalanada como aquel día de sus segundas nupcias; pero antes de clavar el ataúd pidió él unos segundos para quedarse a solas con la muerta a fin de despedirse y entonces fue, según Rosa, cuando él sustrajo las joyas de la madre para guardarlas en el arcón de su avaricia, un arcón donde toda rendija estaba cubierta con trapo, para que por allí no pudiera jamás colarse una sola gota de misericordia...
...el anillo y el dije con la esmeralda y la cadena...
De a ratos, acercándose a Castellón, veían retazos de mar; era un mar cuyas aguas se veían la mayoría de las veces, verde; al refrescar, azuladas, y de cuando en cuando, violáceas. Ahora, sin embargo, estaban negras. Una luna llena como el rostro de un niño o mejor aún, como el rostro de un muerto esperando a reencarnar en un niño, daba de lleno sobre el campo, iluminando el vellón de algunas ovejas solitarias que vaya uno a saber por qué andaban a esas horas pastando como unas huérfanas. Rosa le preguntó: ¿Dormirás?, y ella negó; entonces aprovechó la ocasión para consultarle qué creía Llúcia que iría a parir ella dado que en las pruebas que le habían hecho el bebé aparecía con el cordón umbilical entre las piernas, de manera que no podía verse el sexo, si era niño o niña, y esta era una duda que de verdad la preocupaba. Le habían dicho que para hacer una niña debía hacer el amor repetidas veces cada noche, entonces los espermatozoides se debilitaban y únicamente podían fecundar niñas y no varones; también, que no probara alubias rojas si quería parir hembras: se trataban ambas, a todas luces, de unas supercherías cualesquiera. Llúcia se sintió tentada de repetirle aquellas palabras -para ella misteriosas- que una vez le escuchara al Viejo: Tú, Rosa, parirás potrillos, pero calló. Me gustaría, continuó Rosa, que fuera niña y que tuviera tus ojos, pero que fuera más habladora que tú, (¿había hecho Rosa este viaje con ella con la esperanza de hablarle sobre algo? ¿o es que era ella demasiado silenciosa? A veces, pasaba por trances en que no podía pronunciar una palabra, la lengua se le pegaba al paladar, y otras veces, en cambio, estos silencios la tomaban de súbito, como si un rayo la atravesara, y ella dejaba caer en ese instante lo que tenía en las manos, tal como le había sucedido cuando la Rosa le avisó de la muerte del Viejo, que las pelucas que en aquel momento estaba peinando se le cayeron de las manos y quedaron en los suelos, esparcidas como medusas que un mar rabioso arrojara a la playa; a pesar de su silencio, ella también había deseado viajar en autocar junto a la hermana mayor; eran dos cosas las que así se saboreaban: la cercanía de Rosa y la de la tierra). Llúcia tuvo ganas de decirle: Venga, Rosa: te sostendré la mano sobre el vientre hasta que empiece a dar patadas; pero tal intimidad con su hermana la incomodaba, de manera que sólo por el placer de provocarla murmuró: Yo apuesto a que será niño, ¿por qué no quieres un niño, Rosa? Darías gusto a tu marido. Tal vez los bebés cuando nacen no saben nada, pero traen tres señales inconfundibles, solía decir el Viejo: nacen llorando, porque saben que vienen a una vivienda adonde siempre han de vivir con pesar y dolor; nacen temblando, puesto que saben que vienen a morada adonde han de vivir siempre entre temores y espantos; y nacen con las manos cerradas, queriendo significar que vienen a sitio adonde han de vivir siempre codiciando más de lo que se pueda tener, y que nunca se podrá tener allí ningún abasto acabado. ¡Un niño, un niño!, gimió la otra, qué desgracia. El marido estaba más celoso de ella desde que estaba en estado que si hubiera tenido uno o media docena de amantes zumbándole atrás. ¿Además conocía Llúcia un solo bebé varón que fuera agradable y no estuviera marcado por la locura? Si hasta el Niño Jesús era un bebé loco, ¿o qué se creía ella? ¿que era un niño cuerdo? Si hubiera sido Jesús un bebé normal, Simeón y Ana nunca hubieran sabido que era el Salvador de Jerusalén, sino que como Jesús tenía encima la marca y los bríos de la locura, sacó de quicio de tal forma a Simeón y a la anciana Ana que acabaron diciendo que ese bebé extrañísimo sería la absoluta salvación o bien la perdición de Israel. Llúcia preguntó: ¿Eso lo has leído en el Evangelio?; a lo que su hermana contestó, masajeándose con más denuedo la barriga: No sé; no estoy muy segura. El autocar se detuvo al cruzar el Ebro; ellas pensaron que había sucedido algún accidente o que la policía los había parado... A los pocos minutos volvió a arrancar, y entonces, tanto Rosa como Llúcia supusieron que el chófer había parado nada más que para admirar la apostura del río, tan semejante a una sirena tendida de espaldas y de quien uno sabe que está viva porque ve sus omóplatos subir y bajar en una respiración tranquila.
De pronto Rosa preguntó: ¿Tú le llamabas "padre"?
...él la llamaba Blava, azulada, porque sus ojos eran azules, la única cosa verdaderamente bonita de su cuerpo, eran del color del lapizlázuli, ése con el que los pintores de antiguo hacían el vestido de la Dolorosa en el momento de descolgar de la cruz al Cristo. Era la única que tenía ojos así en la familia, aparte de su madre; de allí que cuando la Rosa a los diecinueve años, más díscola que nunca, se fue de la casa en un arrebato de ira tras un episodio con el Viejo que ella no pudo descifrar, el Viejo le dijo a Llúcia que él tenía luz mientras ella estuviera en la casa, que ella era su luz, la verdadera: una luz azul, incandescente. Ella quedó sola con el Viejo a la edad de doce años, pero no recordaba haberse aburrido con él en ningún momento; el primer verano que pasaron solos él la enseñó a cazar, usando un viejo rifle belga que tenía, apuntaban a los patos salvajes que cruzaban el Montsenny con aire sombrío y a veces derribaban alguno, luego el perro los iba a buscar, un lebrel hosco y del color de la bruma al que el Viejo había entrenado cuidadosamente para que no mordiera la presa al llevarla al amo: se trataba de un perro harto respetuoso, en eso era semejante a una persona. En el invierno, él inventaba mil juegos misteriosos, y se quedaban hasta muy tarde, obligando a la lámpara a quemar petróleo, ella leyendo una y otra vez los romances del Conde Niño, de la Amiga de Bernal Francés o el de Gerineldo y la Infanta, que era el único libro que había en la casa; el Bernal Francés estampado como el Caballo de Oros de la baraja y su amiga cubierta con un sayo y una mantilla que apenas dejaba ver sus ojos, con una flor en la mano derecha, descansándola sobre un vientre hinchado. Durante esas noches, el Viejo escribía en un cuaderno que ella no podría afirmar si se trataba de un diario íntimo o de un libro de la contabilidad de la casa; se esmeraba, explicaba él, en escribir en una lengua que todos dicen que se muere: luego que pasó aquello de la mula el Viejo quemó el cuaderno y se contentaba durante el apretón del frío del invierno en contemplar la nieve, cuando la había, y en imaginar cómo los copos de nieve iban deslizándose, más allá, en la Fortaleza de Hostalric o en la Torre de Arará: él decía que la nieve no caía sino que se desmayaba. Cuando ella mediaba los quince años, el Viejo sacó del arcón un librillo llamado el Oráculo de los Preguntones, que había pertenecido a un pariente y que les permitió divertirse un tiempo. El juego consistía en hacer alguna de las veinticuatro preguntas que estaban pautadas allí y luego echar un dado de doce puntos: según el número aparecido se calculaba la respuesta. El Viejo solía preguntar: ¿Llegaré yo a ser rico?, y la respuesta siempre caía sobre el mismo punto, como si hubiera realmente algo de cierto en el azar, el siete de Saturno decía: Tu codicia disparata;/ has nacido para pobre,/ y te quedarás en cobre,/ sin llegar jamás a plata. Entonces el Viejo o reía o se lamentaba y ella le hacía coro, porque el Viejo le había dicho que eran muy pobres los dos y que todo el dinero que había en la casa se iba en pagarle al Oso el colegio mayor. Fue entonces que a ella se le ocurrió ayudarlo de alguna manera mejor que privándose de galas y gastos, y comenzó a acudir a los mercadillos vendiendo queso de oveja y conejo enfrascado, montaba ella en una mula azul (blava) que tenía fama de mansa; las mujeres en el mercado la ayudaban luego y la aconsejaban que debía ella buscarse otro sitio adonde vivir que no era de buen ver la casa del Viejo avaro, que la tenía vestida con andrajos negros no se sabía bien si por puro tacaño que era o para entreverle la esplendidez de las carnes; pero ella respondía que se sentía a gusto con él, al fin y al cabo él era su padre (pero ella dentro de la casa lo llamaba Ambrós; él así se lo había pedido), entonces las mujeres la miraban con recelo. No era mucho lo que ganaba con esta tarea pero al tiempo al Viejo dejó de gustarle lo que ella hacía, y le armaba escándalos como los que ella había visto que le hacía a Rosa en su tiempo. De manera que la última vez que ella se dirigió al mercadillo, cuando montó la mula, él la azuzó rabioso con una caña y la mula (la Blava) se paró en dos patas como nunca lo había hecho y como jamás pensaron que pudiera hacerlo y la lanzó de lleno contra unos arbustos. Ella cayó desmayada (como la nieve) y sin sentido, el Viejo sucumbió a la desesperación por unos instantes pero después se puso a reanimarla: la resucitó, decía ella, como Santo Domingo hizo con el joven Napoleón Orsini caído de su caballo. Él la friccionó con alcohol (y con lágrimas), le desabrochó el vestido de medio luto (porque en esto seguía siendo inflexible: luto entero en invierno por la Socors y medio luto en verano) y la llevó a la cama, adonde él mismo se tendió y permaneció junto a ella sin moverse de allí un ápice hasta que ella estuvo repuesta, viva (blava) como él la quería. Le prohibió, alegando el enorme susto que le había dado, que volviera al mercado o a montar, ni siquiera que saliera de la casa o que se asomara a la ventana si él no estaba con ella; ella le gritaba que la había hecho su prisionera y él gemía que ella lo había convertido en su esclavo. ¿Era esta su nueva vida? Acababa de cumplir diecisiete años, ¿era esta la vida que él le daría? El Viejo le había prometido que en cuanto fuera rico o al menos en cuanto tuviera una poca más de pasta, la haría viajar por toda la España: ahora caía ella en la cuenta que él se había referido a que él viajaría junto ella, ¿y en calidad de qué (de blava) lo haría?: ella estaría allí con él más celada que con un moro: se hubiera deshecho en llanto de desespero si en ese instante no la hubiera anulado el silencio. Varias noches después soñó que sus harapos negros eran en realidad vestidos de seda blanca, y que en su cuello destacaba el dije con la esmeralda y la cadena, el anillo en su anular y un hedor como de tierra húmeda alrededor suyo la asediaba... El Viejo, a su lado, se removía dormido: no oyó los pasos de Llúcia cuando se marchó de la casa y ella fue incapaz de despertarlo para decirle adiós (adeu, Ambrós; adeu, pare).
Una vez le había preguntado por qué se había casado siendo ya un hombre viejo, y él le respondió que había sido porque no se está bien en mesa donde no hay por lo menos cuatro personas; pero ella recordó que en el pueblo se decía que el Viejo había vuelto a casar porque necesitaba carne fresca... Y ella trataba ahora de imaginar qué había hecho él después que ella se fue cuatro años atrás: le parecía verlo aun abriendo el Oráculo de los Preguntones, haciendo la pregunta número veintidós bajo el signo Sur: ¿Hallaré lo que he perdido? y luego echando a rodar los dados para escuchar del Destino la respuesta diez de Escorpión: Hijo mío, tururú/ dá tu pérdida al olvido,/ porque está lo que has perdido/ tan perdido como tú.
Me duele el vientre, protestó Rosa, ¿será la hora? El médico dijo... Esperemos que no, contestó Llúcia utilizando una primera persona que, en el caso que la hora fuera cumplida, atañería solo a su hermana. Mira, dijo Rosa, ¡los árboles! ¿Seguirán estando los mismos chopos a la puerta de la casa? Eran bonitos... Eran como seres que habitaban el humo; gráciles, como señoritas envejecidas esperando a que los mozos las inviten a salir, en un baile. Ella se sentaba bajo esa escuálida sombra, a veces leía, a veces parecía que pensaba. Rosa, comenzó, haciendo visibles esfuerzos para hablar, yo no entraré en la casa. Esperaré fuera mientras tú buscas las cosas... las joyas, las piedras y... Yo me quedaré entre los chopos. Rosa se movió en el asiento, incómoda y como sin aire. Vale, Llúcia, que a este paso yo acabaré con un niño en Barcelona... Suspiró con esfuerzo, jadeó: Llúcia: ¿él te tocaba? La hermana cayó en su silencio (blaus silens), aunque algo aullaba, era como un reloj detenido, de esos que nunca dan la hora y sólo sirven de adorno y de pronto, gime la madera, las agujas se yerguen y suena la campana. Oh, a ti también el Viejo te tocaba, afirmó Rosa, luego llevó la mano al centro de la barriga y dolorida sollozó: Ay, Llúcia. Haz que pronto acabe este camino.

Sonia Catela - Argentina

Sonia Catela - Argentina

Fisuras

soniacatela@arnet.com.ar

Probalo. A las 2 de la mañana, insomnio ¿cómo se llama aquella flacucha, morena, medio imbécil, artista de Hollywood? Alguna fisura se lleva su nombre, y empezás a sudar frío, no porque no te acuerdes de la imbécil sino porque se te escurre un pedazo de mundo y no lo podés componer, a las dos de la mañana, insomnio, probalo, se hunde un trozo de mundo que finge ser ése pero puede no ser solamente ése (¿y si escamotea un continente mayor?) Repasás un repertorio de otra decena de caras que están a mano sin que te tranquilicen y ya acaba esa noche y la angustia reaparece en la siguiente madrugada, y las subsiguientes, y no hay dónde recurrir para subsanar ese desliz que no atraca en la amnesia, sino en la pura volatilización de un fragmento de la realidad, igual que cuando se sumerge una palabra -que representa algo vital- en la pura nada, sabés que te falta esa palabra que existe, o existía, y por más que la rebusqués en tus circuitos no aparece y no hay diccionario capaz de ayudarte porque no tenés idea de por dónde empezar, ¿la a, la ene, la zeta? y de repente, Winona Rider, ella era, se corporiza como si brotara una col del suelo, Winona Rider ¿por qué cancelar a esa pelotuda, justamente? No aparecen las cuerdas que te lleven al destino de una conclusión de por qué ella; te preguntás, insomnio ¿tal vez porque es depresiva y la relacionás con tu estado de pena personal e irreversible? ¿Acaso tu pena se asocia a tal producto de puro plástico? y te quedás ahí sin revolver más, tenés miedo y hay un día con fecha y lugar en el almanaque que te indica el hoy, hay certidumbres, dejalo ahí si lo probaste. Pero en otro naufragio entre las sábanas, sin salvavidas ni botes inflables, entonces, recordás por qué se te olvidaba Winona Rider. Porque es otra a la que encapsulaste -una crisálida- para que alguna vez naciera, pero no nacerá. Y no precisamente la actorzuela producida. Otra, morenita, dieciséis años, flacuchenta; por eso, la trampa subterránea que recurre al camuflage de una yanqui, para deslizarse sin que sospecharas que detrás de Winona se escondiera alguien que podría llamarse Valentina, que quizá fuera tu hija, 16 años, diciéndote aquí estoy, o estaba, y la cápsula se abre como una vaina, Valentina adentro, estudiante, risueña, ida desaparecida por una fisura que se la tragó, ponele accidente, ponele excesos del poder, ponele y probalo, para siempre y en adelante chupada por la fisura, y qué se hace, se la mete a la flacucha morenita, tu Valentina en otra cápsula protectora como se pueda, se va al trabajo, se firman papeles, se viaja, se cocina se lee se discute de política y una noche de insomnio, como dije, no te podrás acordar del nombre de una artista de Hollywood, cetrina, insignificante, que puede ser Winona Rider, aunque seguramente no lo sea, y la angustia empieza a tragarte entera porque por la misma fisura que se llevó a alguien que pudo llamarse Valentina, cabe que se deslicen personas, afectos, ellos, los otros, tus queridos, lo único que verdaderamente te anuda a la cifra que el almanaque señala como día de hoy, al nombre y apellido que te designa, entonces, probalo, pensá y retorcete hasta que Winona se patentiza delante, tan infeliz y tranquilizadora que todos los queridos se salvan, por el momento todos, pero todos.

Alejandro Bovino Maciel - Argentina

Alejandro Bovino Maciel - Argentina

Encomio de los cuernos

El doctor Justo Ovelia, conocido sinólogo del barrio y obsesivo estudioso de las “Técnicas de engarrafar agua mineral (1) entre los beréberes” ha debido de viajar al extranjero y como vive solo tomó antes la previsión de pedir a mi familia el cuidado de la casa, depositar algún dinero para solventar gastos durante su ausencia prevista en no menos de seis meses y dejarme una escueta saluda caligrafiada agradeciéndome resolver cualquier situación “de índole judicial o policial” que pudiera presentarse en este lapso. Siempre me sorprendieron las reacciones de mi vecino pero este supuesto allanamiento de la gendarmería forense me produjo cierta zozobra no exenta de curiosidad.
Que una patrulla de la comisaría decidiera súbitamente agraviar con sospechas el domicilio de un hombre que vive estudiando el rotulado de la Dinastía Shang y las diversas manipulaciones previas al envasado de agua bajo los diferentes sucesivos califatos me parecía propio de una mentalidad obtusa, muy lejos de las previsiones de mi ilustre aunque anónimo vecino.
Entre las discordes y tenuemente contradictorias directivas que nos adscribió figuraba una inspección ocular (así lo dejó escrito, como si yo o mi familia fuésemos a tantear mobiliarios y enseres en la oscuridad) de toda la casa cada diez días. En una de esas excursiones por la mansión, (que es amplia, tiene dos plantas y quizás unas veinte habitaciones que ocupan alternativamente el doctor Ovelia y su gato al que llevó consigo librándonos de la fastidiosa tarea de cuidarlo, ya que se trata de un cuadrúpedo áspero y lesivo), encontré el escrito que figura bajo el turbador título de “Encomio de los cuernos”; panfleto que supongo traducido de alguna homilía procaz al uso oriental o de quién sabe qué fuente tan original como el pecado. Pongo las manos en el fuego en nombre del sinólogo a quien conocemos desde que nos mudamos al elegante barrio “Las Gardenias” hace unos veinte años. El doctor Justo, justo es decirlo, se aplica con insistencia casi malsana a los dictámenes de su ética protestante y jamás condescendería a redactar algo nocivo o con intenciones aviesas o traviesas.
Aunque milito en el cursillismo católico, me considero una especie de revisionista dogmático y la copia y divulgación de este curioso documento no zahiere mi alma inmunizada por el salterio y el Libro de Job. Queden en paz los doctores de la Iglesia; todas las vírgenes que soportaron con ahínco el asalto de sus pudores por parte de –casi siempre- lúbricos italianos en tiempos del Imperio; castos y legales concúbitos que jamás mancillaron los ajuares domésticos con intromisiones de terceros o terceras. Quede en paz todo el mundo de los probos contra esta prueba activa de la canallería sensual elevada a misión redentora por quién sabe qué oscuro oriental pervertido de ojos y moral oblicuos. No me mueve más que la curiosidad y el sentido de la solidaridad al propagar esta advertencia. Vaya la prédica para amonestación de los justos ya que el inicuo, con pasión contumaz, jamás se dejará persuadir acerca de las ventajas de la vida conyugal libre del león del adulterio. Ignoro con qué intenciones el doctor Justo Ovelia recopiló esta pancarta malsana ya que nadie más libre que él, soltero consuetudinario, de las acechanzas de la infidelidad conyugal. Tal vez fue estafado en su buena fe y lo compró, como suele hacerlo, en un bazar magrebí a un buhonero que lo anunciaba como reliquia autógrafa del Emir de Tesalónica. Quizás abonaba la intención de hacérmela llegar o propalar entre los vecinos pacíficos el libelo adulterino para advertir el peligro. Adulterado en sus formas, ya que no me pude resistir a retocar el estilo decorativamente gentil que usaba el autor, lo doy a la prédica de todos, que es la forma más sencilla de decir nadie.
Supo el sabio Ab-ahl-ami que entre los axiomas del difundo Euclides Geómetra figuraba uno que enunciaba que “dos líneas paralelas jamás se cruzarán aunque se las prolongue hasta el infinito” y, contra tal precepto que confirma la razón hasta del hombre más torpe, por ser evidente en sí mismo sin requisitos de demostración, se alza la voz de un Imán, un pastor, un Papa o un Pope quienes, amparados en rutinarias escrituras anónimas, quieren cruzar dos destinos y no conforme con hacer de ellos una cruz, reclaman atarlos de por vida hasta el infinito.
Lo que no puede la Geometría –ciencia de las mediciones demostrables- lo quiere la Teología, ciencia de las afirmaciones indemostrables.
El lazo matrimonial asfixia por igual al hombre y a la mujer. Basta repasar con neutral criterio la historia entera para saber que los amores más apasionados nacieron y ardieron lejos del lecho conyugal. La alcoba marital es el patíbulo de cualquier pasión, por ardiente que fuere. El sexo se sustenta en las sombras, respira en la clandestinidad, se abona con el fermento del anonimato o la ocultación. La posesión anatómica del cuerpo ajeno se basa en el vil traslado del derecho a la propiedad privada extendido indebidamente al dominio físico de otra persona y si reaccionamos enfáticamente contra la esclavitud, ¿por qué nos resignamos a seguir pasivamente con la mala costumbre de atar la gente de por vida en yuntas como si fuesen bestias de tiro? ¿No constituye otra flagrante forma de mita, encomienda o yanaconazgo cívico-sexual esta donación de nuestra libertad individual más íntima; esta capitulación de nuestra patria-potestad erótica?
Yace hace milenios la sensualidad humana sepultada bajo la lápida del consorcio marital. Miles de hombres y mujeres se agostan inútilmente siguiendo la receta ajada de la fidelidad al vínculo dual amparándose en la cuestión material de la propiedad privada. El razonamiento que sustenta esta hiperbólica costumbre social degenerada en jurisprudencia podría resumirse de este modo: Toda persona es mortal, soy persona: luego, moriré y mis bienes quedarán bajo la custodia de mis hijos. Si soy fiel tendré la seguridad de que mis hijos son míos y así, el arduo esfuerzo de mi trabajo no beneficiará a un extraño.
Analizando bajo sospecha este razonamiento comprobaremos que sólo tiene vigencia para la mujer y descansa en un cálculo materialista y mezquino. Ya está dividiendo la sociedad entre “mis hijos legítimos” y “los otros”. Como es costumbre ancestral, deposita los deberes en la mujer y los derechos en el hombre. La fidelidad del esposo no es fundamental para asegurar la paternidad y esto culmina en la doble vida que todos sabemos llevar y callar entre caballeros. Pero aún si la mujer decidiera quebrantar esta norma anormal y devinieran frutos foráneos en la casa familiar, ¿no estaríamos cumpliendo el ideal que el finado Platón programó en su “República”? Los hijos serían un bien público al que todos deberíamos prestar asistencia obligatoria ya que el niño rollizo de la vecina que alguna vez visitó mi lecho bien podría ser mi progenie, como así también la cándida escolar que cada mañana me saluda creyéndome un simpático conocido cuando soy nada más y nada menos que su padre biológico aunque ambos lo ignoremos.[1]
De esta manera desaparecerían los niños de la calle por los que tantas ONGs, fundaciones y fundiciones laboran en confortables oficinas acondicionadas imprimiendo folletos con instrucciones sociales, elaborando estadísticas, arduas investigaciones acerca de causas y consecuencias sin dar con la salida al laberinto de perdición que es la calle en la que cada vez más y más niños y niñas adquieren destrezas poco recomendables.
Decir fidelidad es contradecir celos, ese castigo antediluviano de la raza que amargó más de una vida decente con la sombra de la sospecha elevada a hipóstasis de la existencia. En la mente de quien padece celos la coyunda sexual pasa (para exponerlo en términos aristotélicos) de la potencia al acto en cuestión de segundos y todos sabemos entre caballeros lo arduo que resulta a veces pasar al acto por falta de potencia cosa que nuestras esposas / dueñas / amas ignoran en su imaginación fascinerosa. Esposa que no sospecha de su mejor amiga, tiene ojos torvos para con nuestras colegas de trabajo, las vecinas, las ex camaradas de colegiatura, ni qué decir de las secretarias o auxiliares de cualquier índole. Nada escapa al ojo suspicaz de quien duda metódica y cartesianamente de la fidelidad. ¿No será una incubación de su propia mente deseando caballeros ajenos lo que hace suspicaz a las consortes sin suertes? ¿No será que recela en el otro lo que desea para sí? Y esto nos lleva a sugerir que la infidelidad, respetables lectores, anida por igual en hombres y mujeres aunque unos la lleven sistemáticamente a la práctica y las otras se queden casi siempre en el camino envenenado de la teoría. Lo que daña el alma es la intención y ambos por igual son reos de duplicidad que estafa el juramento nupcial inmortal, que se vuelve inmoral.
Pero, ¿es naturalmente indispensable la monogamia “quo ad vitam”? Fuera de los considerandos hipotecarios y sucesorios, ¿fortalece los vínculos sociales o antes bien, es un factor permanente de sospechas, disputas, rencillas y hasta refriegas domésticas que no pocas veces culminan en tragedias que estampan las portadas de los diarios sensacionalistas? ¿Por qué empecinarnos en cargar sobre los hombros de hombres y mujeres este pesado yugo que ni siquiera Moisés pudo soportar en las tablas de piedra que, como cuenta la historia si algún judío no la retorció, terminó arrojándolas al becerro, símbolo de la fertilidad natural de la raza?
La felicidad queridísimos lectores es en sí, efímera. ¿Por qué habría de ser eterno el amor que no es más que un estado de felicidad vivido a dúo? Pasa, ínclitos lectores. Cede su sitio a la rutina, a la misma mesa, a la misma cama, a las mismas posiciones anatómicas, al desgaste y la usura de los años.
Y ya que dijimos años, la edad es la piedra de Sísifo a la que natura nos condenó inocentemente: nada le hemos hecho al nacer para sufrir la maldición del desgaste, las artrosis, la próstata, la menopausia, los taponamientos arteriales, la diabetes o la gota. Si algo alivia al hombre y la mujer en la edad madura es el bálsamo de la juventud, aunque fuese prestada. ¿Quién, aunque hubiese propasado la barrera de la cuarentena no se inflama de ardores juveniles junto a una cándida joven de veinte años? Y viceversa. Hemos sido testigos de verdaderas resurrecciones hormonales en señoras cincuentonas que adoptaron un entenado de veinte. ¿Qué futuro le espera a esta digna señora al lado del hombre averiado de sesenta años al que las leyes humanas y divinas ataron de por vida? Este mismo señor deteriorado ya hallará recursos de reparación junto a una joven mujer de treinta con olor a espliego y salud.
Hasta aquí la traducción del sinólogo, siempre metido entre los vericuetos de su conciencia que alberga, como lo acabamos de constatar, ideas casi subversivas y altamente peligrosas para la paz social basada en la sagrada familia. Copié la traducción traicionando alguna que otra frase para seguir los dictámenes del autor tan contrario a la fidelidad. En cuanto al misterio del doctor Ovelia sigue pareciéndome sospechosa la aplicación insana que invirtió en trasladar al español esta receta impía que, de acatarse, derrumbaría los muros de Jericó que defienden el orden, los pilares de la sociedad, la democracia, la participación ciudadana en la responsabilidad pública, la estabilidad de los títulos bursátiles, las sociedades de fomento barriales, las cooperadoras escolares y quién sabe cuántas cosas más que podrían averiarse si malgastáramos el bien ganancial que es la base del capitalismo. No sé qué otra excusa agregar para silenciar mi conciencia y, en consecuencia, la del sinólogo.
Ya saben qué esperar de ahora en más de un hombre que vive con un gato.

________________________________________
[1]N de A: Curiosamente, los culebrones venezolanos vienen insistiendo hace décadas con este mismo asunto y como los tomamos por banalidades, nunca sospechamos los lazos verificables (ADN mediante) de las filiaciones anónimas.